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Miércoles, 26 Octubre 2016 16:56

El viejo castillo de Lindavista, cuando la función terminó

Escrito por

Diego Eduardo Ibarra

@Benkis993

Ya no se ve a las familias mexicanas unirse para un ritual los fines de semana, quizás sólo para algunos eventos deportivos como el Chivas-América. Los colados, gorrones, anexados, la vecina y el novio invitado a la fuerza, la abuela y hasta el sobrino de la tía del primo de tu amigo, dejaron de deleitarse con ir al cine, pero hace 30 años era la moda, ya que se asistía con frecuencia para ver Rambo, Volver al futuro y ET, El Extraterrestre. Esos enormes recintos del séptimo arte desaparecieron para dar lugar a complejos de muchas salas. “Ahí te va tu torta, Arturo, pásale su torta hija”, era común oírlo.

Para los más chicos (y no tan chicos) de la familia existió una sala exclusiva para público infantil, ése fue el Cine Lindavista.

Inaugurado en Navidad, junto con su hermano el Cine Lido, el 25 de diciembre de 1942, ambos compartieron el diseño y arquitectura del estadounidense S. Charles Lee, acogieron filmes nacionales e internacionales; en sus primeros años se exhibieron películas como A Caza de Novio. El Lindavista perteneció a la Cadena de Oro, y los vecinos más grandes de la colonia Tepeyac Insurgentes aseguran que antes de ser cine fue un recinto religioso, que se convirtió en el famoso “cine del castillo”, por unas torres en la fachada.

Para mediados de los años setenta, el Lindavista —ubicado en el cruce de las avenidas Montevideo e Insurgentes Norte, en el Distrito Federal— hizo cambios y llegaron los personajes de Walt Disney, sus paredes se pintaron con Mickey Mouse, Goofy y Dumbo e hicieron más infantil la sala; así, el cine se convirtió en la segunda casa de Disney, ya que la primera fue el Continental.

Para piojosos y liendrudos

A los cines populares les llamaban “piojito”, dicen los abuelos, debido a la asistencia masiva de espectadores, que en su mayoría eran de clase media naja, tampoco importaba la hora en que llegaras, en especial si era miércoles, debido al famoso tres por uno o al boleto con la leyenda “permanencia voluntaria”; si llegabas a la mitad (o al final) te quedabas a ver el principio. A mediados de los años setenta y principio de los ochenta el cine Lindavista contaba con mil 500 lugares, casi siempre ocupados por niños y niñas de diversas edades que gozaban con aventar, patalear, tirar su comida y hasta llorar. “Era un caos, los bebés lloraban, los niños no podían estar quietos, era una primaria, lo peor era el intermedio”, recuerda Efrén Sánchez, quien vive por el rumbo.

El zafarrancho se organizaba en ese momento, decenas de niños y adultos salían de la sala corriendo a la dulcería a comprar muéganos, chocolates; sólo eran tres o cuatro empleados (si bien les iba) contra más de 30 personas e infantes desesperados por más azúcar en sus cuerpos. Correr al baño y de regreso, dejar al más lento en las butacas para apartar lugar, para cuando el intermedio terminara recuperar el asiento, otros más listos cambiaban de lugar sin que nadie lo notara.

“La fila de hasta atrás era para echar novio, no había gente, y todos siempre estaban hasta en frente o en medio, podías estar todo el tiempo que quisieras”, rememora por su parte Arturo Ibarra.

La entrada combinaba el estilo lo católico, por su fachada barroca, con el regional, que después se transformó en un cine infantil, “era una puerta de madera, recuerdo que era redondo, y muy grande, llevaba a mis sobrinas a ver Robin Hood, Dumbo, y la de los gatos”, también te podías llevar una que otra sorpresa: debías tener cuidado con las ratas, no limpiaban bien, te pasaban corriendo por los pies”, agrega Hilda Sánchez.

Era evidente la falta de personal de limpieza y no había conciencia sobre las plagas, muchos cines de la época se caracterizaron por su fauna y por la poca higiene. Algunos despectivamente lo llamaban “cine de pobres”. Así como hoy en teatros y conciertos, solían estar los acomodadores, con su linterna. “El cine no les pagaba, vivían de la propina, mi amigo trabajó ahí y nos dejaba pasar gratis”.

La decadencia

Con la llegada de la videocasetera, a finales de los ochenta, el cine Lindavista tuvo una caída estrepitosa en el número de asistentes, las salas ya no se llenaban, y no sólo en éste, otros como el Continental, México, el Hipódromo o el Ópera, sufrieron; la falta del control en el precio del boleto y la llegada masiva del televisor también surtieron su efecto.

Algunos cines empezaron a ser vendidos y abandonados, por ejemplo el Hipódromo y el Latino, pero el que más dolió a los colonos de la Tepeyac Insurgentes fue el abandono total del Cine Lindavista, pues en 1997 dejó de funcionar, pasó a manos del gobierno y cerró sus puertas para siempre; algunos visitantes más jóvenes recuerdan que la última película exhibida fue El Rey León, al privatizarse la Compañía Operadora de Teatros, SA.

Adiós al castillo

Una vez que bajó el telón, los vecinos reportaron que gente sin hogar ocupaba el recinto. Lo que alguna vez fue un cine infantil, en los 90 albergó a niños en situación de calle y sin hogar. Con el nuevo milenio los vecinos se quejaron por el alto nivel de asaltos; al final, 49 menores fueron reubicados, las acciones estuvieron a cargo de Rogelio Zamaro, en enero de 2002. “Ya olía mal, a basura, parecía tiradero”, dice Mónica Sánchez.

En 2002, durante la segunda visita del Papa Juan Pablo II, el terreno fue entregado en comodato a la Iglesia católica para construir el santuario del beato Juan Diego, quien sería canonizado por esas fechas. El terreno estaba valuado en 90 millones de pesos, así que el ex cine fue demolido y se conservó sólo su fachada neocolonial; así, los chilangos le dijeron adiós al castillo, referente para muchos en Lindavista. “Ahí me quedaba de ver, nos vemos en el castillo de Lindavista, se veía de lejos, era muy bonito verlo desde lejos”.

En el recuerdo de muchos quedaron los momentos inolvidables.

“Corríamos cuando quitaban la cadena para entrar a la sala, nos barríamos a las butacas y aventábamos nuestros suéteres”. El cine Lindavista se llenaba de niños, de tortas de frijol, refrescos de vidrio para servirse en vasos. “Mi abuelita nos llevaba palomitas preparadas para después dárnoslas en cucuruchos, íbamos toda la familia, mis hermanos, mis primos y mis tías, y todos teníamos nuestro cucurucho con comida y nuestro vaso de plástico con refresco; no nos alcanzaba para la dulcería”.

Vecinos de colonias como Industrial, Guadalupe Tepeyac, La Raza, los que vivían cerca de las vías y los niños bien que podían comprar en la dulcería, recuerdan con gusto su infancia feliz, lo divertido que fue sentarse en las butacas del cine, cómo se rodaban por los pasillos en forma de rampa; pero la función terminó y la infancia de muchos se transformó en recuerdos.

Hoy, el recinto de San Juan Diego luce abandonado por segunda vez, lleno de fauna, hierba y un que otro ser humano, además de una cruz que se pudre, sí, la misma que bendijo Juan Pablo II. La fachada detenida por vigas está irreconocible. Pasaron los años y cada quien regresó a su hogar a ver su televisor, mientras el ex cine sigue a la espera de limosnas para terminar la construcción del santuario. La magia, las risas, cuchicheos, gritos y arrumacos se perdieron en el tiempo, aunque siguen en la memoria de muchos: la realidad superó a la ficción y las ratas son las únicas que nunca se fueron.

 

 

 

Imagen de: @Benkis993

Victor Manuel García Santiago

Periodista y catedrático UNAM. Amante del cine, música, escribir, leer y enseñar. Apasionado por los medios. Amo a mi familia y Bronco de Denver de Corazón. 

Twitter @Vikusan 

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