El pasado domingo la Universidad Nacional Autónoma de México dio a conocer que en agosto comenzarán a estudiar en sus diferentes facultades más de 46 mil jóvenes de nuevo ingreso, mientras que se rechazaron 60 mil que por el momento ven truncado el sueño de acceder a la educación superior.
Uno de los aspectos que inciden −con mayor frecuencia− es el bajo número de aciertos: es imposible exigir un lugar cuando se tiene entre 60 por ciento o menos efectividad en la prueba. De por sí 27 mil llegan con pase automático, mientras que sólo 6 mil plazas se otorgan vía examen; esto parece injusto si no se conoce a fondo el reglamento. Muchos alumnos reúnen los méritos para ingresar directamente, mientras otros llegan años después de dejar el bachillerato tras recursar y acreditar en proceso extraordinario numerosas materias, siempre y cuando su promedio sea mayor a ocho.
Esos casos deberían someterse también a examen −como el grueso de los que no pasaron por el bachillerato de la UNAM− para estar en igualdad de circunstancias y tener las mismas posibilidades, lo que haría más parejo y en teoría justo el acceso. Sin embargo, eso no ocurrirá, ya que en 1986 la huelga se dio por la amenaza a esa “prestación”, además de la intención del entonces rector Jorge Carpizo de incrementar la risible cuota, que actualmente es de veinte centavos. Para los viejos marxistoides y otros fósiles que abundan en la universidad eso sería una declaración de guerra.
Otro aspecto a destacar en esta competencia dispareja es cuando los jóvenes de provincia buscan un lugar: al ser tan centralizado y complejo el proceso de selección, quienes desean cursar una carrera y vivan en otro lado que no sea la ciudad de México y su área conurbada, se encuentran un obstáculo mayor. Mucho depende la preparación que hayan recibido desde su educación inicial, entonces ahí se incrementa la desventaja, por ejemplo, para quienes han vivido en estados como Oaxaca, donde cada año lectivo es de seis meses o menos.
Sin duda es un tema controvertido, no sólo se trata de calificar a estudiantes como burros contra privilegiados, debería existir la misma oportunidad para todos y nada más los mejores pudieran acceder. Como maestro universitario es penoso encontrarse con jóvenes que no asisten a clase, no demuestran el mínimo interés por los cursos, que prefieren el cotorreo a las pocas horas en el salón o incluso deserten al no poder con la carga académica; la cifra alarma, porque alcanza −por generación− entre 20 y 25 por ciento del total del estudiantado.
Será difícil que en lo inmediato haya una propuesta para disminuir el número de jóvenes rechazados que deseen continuar sus estudios, sólo la proliferación de escuelas patito o el sistema abierto; desgraciadamente no hay lugar para todos los que lo solicitan ni todos merecen uno.
Imagen de: @Vikusan
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