En los años setenta del siglo pasado el privilegio de oír en directo a los Rolling Stones fue algo que estuvo vedado para México. El viejo régimen priísta tenía miedo de congregar a jóvenes con cualquier motivo, además de que las buenas costumbres dictaban los cánones del comportamiento y el rock no era bien visto; basta recordar la quema de brujas tras el Festival de Avándaro. Nos conformamos con escuchar Rock a la Rolling por Radio Capital y chutarse títulos como “Ecos de mi onda”, cuando era Can´t you hear me knocking.
Pasaron muchos años para que un concierto masivo se ofreciera en México; obviamente la ciudad capital no podía ser considerada aún como de vanguardia y las primeras tocadas se realizaron en provincia: Querétaro, con Rod Stewart, y Miguel Ríos, en León, sólo por mencionar un par, amén de otros casos que se cancelaron por el miedo de las autoridades.
A finales de los ochenta Carlos Salinas —mejor conocido como Carlos I o El Espurio— tuvo que brindar muchas concesiones para ganarse la Presidencia desde ahí mismo, entre ellas abrir las puertas a empresarios que vieron en la promotoría de conciertos la mina de oro y que pujaban por quedarse con todo el pastel, no sólo la cereza. Ocesa fue la ganona y por décadas ejerció un monopolio en los espectáculos.
La venta de boletos es negocio extra. Para combatir la reventa surgió Boletrónico, así nadie acapararía las entradas, pero su fracaso se debió al 10 por ciento de comisión que generaba adquirirlos por esa vía. Ahora, el amo de los boletos controla la totalidad de precios y entradas, apoyada por algún banco patrocinador del evento, lo que hace imposibilita a muchos mortales conseguir un lugar.
Pero el gran negocio son las localidades, dividas por el poder adquisitivo de acuerdo con la distancia del escenario, cuando en Europa o Estados Unidos los lugares más económicos son al frente, con promedio de 25 dólares—porque las incomodidades deben pagarse— en México los costos son 50 veces más altos, pues los denominan VIP o platino. Por último, vienen los revendedores, que envían el costo a la estratósfera. Todos ganan, menos el espectador, que debe hacer un enorme sacrificio si quiere ver a sus ídolos.
Para la gira Olé —exclusiva para Latinoamérica— a más de 20 años de su primera aparición en tierras mexicanas y quizás con menos energía sobre el escenario, muchos aprovecharán toda esa cauda de vicios para beneficiarse con sus presentaciones. Quiero suponer que el legendario grupo cobra lo mismo por tocar aquí o en París, pero por estas tierras aún nos emocionamos por las cuentas de vidrio, y aunque los precios se elevaran más seguro las entradas también se agotarían. Sólo queda para los verdaderos seguidores de la banda, y muchos nuevos fans, romper el cochinito o endeudarse.
Pregunta para el diablo
¿Y la Profeco?
Imagen de: @Vikusan