Por Laura García
@Laudangar
Cual tardeada de escuela los bailarines de la Plaza de la Solidaridad se reúnen como cada séptimo día con sus bolsas de autoservicio. Ellos se pusieron sus mejores garras, ya que la noche estuvo dedicada para las “mamacitas y madrecitas”, una señora le dice al dj que le dedique una canción, él contesta que ya no es una mamacita, “ya es una madre de convento”. Se afinan los últimos detalles y el baile se da por inaugurado. Aquí no existe la timidez, varias parejas se aventuran a abrir pista; tampoco se discrimina a nadie: niños, jóvenes, adultos, ancianos y hasta un señor en silla de ruedas está listo para pasarla bomba.
Con sus mejores pasos se lucen con Que te vaya bien, mientras algunos desesperados ya empiezan abrir discretamente sus cervezas y botellas escondidas en sus mochilas, a pesar de un enorme letrero que indica “prohibido tomar”. Ya está más oscuro que claro y la pista al tope. El evento se divide en dos: el primer cúmulo de bailarines está frente al Museo Mural Diego Rivera, y el segundo al cruzar las jardineras y la fuente, rodeados por puestos de artesanía mexicana, quesadillas, elotes y tamales. Las partidas de ajedrez contrastan con el ambiente jacarandoso del tíbiri, ése que se practica en los barrios aledaños de la Alameda Central. Mirones hay muchos, los que vienen con alguien y no bailan, los que pasan, se detienen y se van, los que se quedan solos en medio de la pista o quien viene a hacer una crónica. Caras, de todas: las que bailan sin expresión y las que gesticulan de más, quienes intimidan, pasa báscula, tristes y perdidas.
La pista es como un campo minado con pequeñas trampas, donde la gente puede tropezarse con el árbol o el montículo de basura a su lado y ser descalificado del concurso de baile. También parece haber un certamen de olores, el señor que apesta a meados, los teporochos a alcohol, los monosos y los marihuanos en medio de la pista se mimetizan con la masa para disimular que se rolan el toque.
El maratón de baile planea hacer temblar la Plaza de la Solidaridad, que fue construida en memoria de las víctimas de 1985. El público no es nada exigente, disfruta las mezclas y el sonido con interferencia proveniente de una mini lap, tres bocinas y una pequeña consola con las que el dj prende el ambiente e invita a todas las mujeres a cautivar a los espectadores con sus mejores movimientos. Algunas se hacen las difíciles, pero terminan convencidas por los caballeros que las cortejan y las invitan a pulir el escenario. No es hasta que se escucha “el botecito”, que gritan como locas —ah, ah, ah— y se contonean, no vaya a ser cierto y se vayan a oxidar.
En cada una de las pistas hay un ambiente diferente, el más prendido está en el escenario frente al museo, donde el dj hace un intermedio para que los expertos descansen, entonces se empieza a escuchar ese intento de rola Tachas y perico, el público renuente se niega a parar, es momento de que los adictos hagan su aparición y disfruten la canción que hace referencia a sus debilidades y habilidades.
El dj comprende que no quieren intermedio y regresa con Caballo Dorado, entonces se forman filas de los más calificados y no permiten que amateurs arruinen su coreografía, en la periferia los excluidos se agitan sin temor a equivocarse, unas señoras se cuidan de no perder el estilo. Es sólo el principio, porque ya se escucha la salvadora de cualquier fiesta Payaso del rodeo y la multitud se emociona —este ritmo no es apto para cardiacos— y los que se equivocan mientan madres para sabotear a los coordinados, el baile ya se transformó en slam. Los desordenados tienen su propio ritmo y a veces sus propios instrumentos invisibles, por lo regular están aparte, en las jardineras o en el paso.
Sube el grado de dificultad, la pista pierde volumen, pues le toca ahora al rock and roll, los disidentes huyen donde se escucha una salsa. El señor perdido en la época de Vaselina se siente como pez en el agua, saca chispas a los tacones de su compañera por las volteretas que le da. El rock de la cárcel ya va a comenzar y las parejas se ponen a loquear, los hombres y las mujeres gritan, sienten el ritmo, es una guerra de giros. Los inconscientes pasan en medio de la pista y surfean entre los mejores pasos tipo Elvis; un señor no ve mejor momento para vender focos, mientras otro, desde su lugar, marea sus ojos al seguir los pasos de los audaces bailarines.
La felicidad se hace notar y el alcohol también, cuando el dj habla arrastra las palabras. Aquí es bien recibida cualquier tipo de música, desde danzón, las clásicas de The Doors, reguetón hasta El rock de la langosta. Es momento de Daddy Yankee y las jovencitas hacen su aparición, la gente pide Gasolina —sin importar lo cara que sea— mientras en el escenario mujeres revelan la Shakira que llevan dentro. La gente mayor no se deja intimidar y mueve sus carnes, se empina y sus rótulas los delatan con su chirrido.
La fiesta se rehúsa a terminar, pero el cansancio y la borrachera no se pueden ocultar; algunos deciden partir, otros siguen con el desmadre y llama aburridos a los que se despiden. El dj los invita a seguir el bailongo el próximo domingo por la noche, es la fiesta de todos los fines de semana en la Plaza de la Solidaridad.
Material fotográfico de Laura García Sandoval