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Lunes, 09 Mayo 2016 14:56

Ángeles sin alas. Una noche por la que nadie quiere pasar

Escrito por

Por: Denise Velasco
@DeniseVelasco2

 

 

Si no hubiera sido por los pasos que entre sueños comenzó a escuchar justo al lado de su cabeza y que terminaron por despertarla, Tere seguiría dormida. No es que alguien caminara sobre su almohada, más bien había dormido en el frío suelo al lado de una cama de hospital y del tripie que sostenía en lo alto la bolsa de solución salina –suero, como solemos llamarle– conectada por una manguera y finalmente por la aguja a una vena de la muñeca izquierda de su tía.

El cansancio acumulado por varias horas sin dormir y el desgaste de la guardia nocturna en el hospital vencieron a Tere, además la silla fue poco gentil con su espalda, por eso decidió cubrir una pequeña zona junto a la pared con un pañal limpio para protegerse del suelo y conciliar el sueño al menos un par de valiosas horas.

El hambre ya no le importa, está más cansada que hambrienta, pues las molestias de los efectos secundarios de la quimioterapia eran el pan de cada día –y noche–, le llevó hasta tarde limpiar el cómodo y la bandeja en que su tía arrojó el resultado de las insufribles náuseas. A eso se le sumó el llanto de alguien al fondo del pasillo en ese piso. Tere no supo distinguir si los sollozos provenían de un paciente o de algún familiar. Es de entenderse, de cualquiera que hubiera sido el dueño de ese llanto, la “vida” en el hospital es desgastante, devastadora, monótona. Entre comillas porque vida es lo que todos pueden disfrutar afuera de esos muros y que muchos no se dan cuenta.

Esa habitación en que Tere y su tía se hallan la comparten con otra paciente y su familiar, ellos vienen de Guerrero, tampoco la tienen fácil. Nadie allí la tiene fácil. Esa noche tanto Tere como el familiar de la vecina durmieron en el suelo, escena que se repite no sólo en ese tercer piso, sino en casi todo el hospital: el que más demanda tiene en la colonia Del Valle Sur, que recibe tanto a pacientes locales como foráneos. No es fácil soportar el ritmo pero algo (casi) sobrehumano hace que aguanten.

Tere no sabe qué hora de la mañana es, tampoco cuánto tiempo durmió. Probablemente no eran ni las ocho, pues sabía ya que el equipo de doctores que pasa a hacer la revisión diaria de rutina acude pasada esa hora, pues procura estar espabilada a esa hora para poder captar la mayor información posible que los médicos den, pero los pasos que la despertaron no eran de ellos.

Un doctor subió del laboratorio –Jaime, uno de los más amables y carismáticos– para tomarle muestras de sangre a su tía, eso explica la temprana visita. Las muestras tienen que obtenerse en ayunas. El doctor camina alrededor de la cama de doña Martha en busca de alguna vena de la que pueda extraer sangre para llenar los tubos de ensayo que lleva en la bolsa de su bata para los análisis. Es difícil, ya que las quimios debilitan y adelgazan tanto las venas que ni una aguja pediátrica logra entrar.

Tere se disculpó con el doctor por no haberlo escuchado y se incorporó. Con gran esfuerzo él apenas pudo obtener poco más de medio tubo de ensayo y repartió el contenido en otros tres, ya no pudo sacar más, sonrió a ambas y se marchó.

La noche fue pesada y fría, el silencio sólo se interrumpió en lapsos definidos por los bip-bip-bip de los aparatos encargados de bombear el medicamento hacia las venas del paciente o por el siseo del oxígeno de quienes lo requieren, el suelo es duro pero al menos ofrece un descanso que la silla de fibra de vidrio no.

Amanece y comienza otra jornada para doctores, enfermeros, pacientes y para los aparentemente incansables familiares. Huele a látex, otro poco a cloro, otro tanto a alcohol y mucho a incertidumbre y miedo. Se escuchan los taconeos de los doctores, el suave rechinar del calzado con suelas de goma de los enfermeros y las ruedas de los carritos que transportan los desayunos para los pacientes, que muchas veces terminan en el estómago de sus acompañantes, pues los primeros a menudo no tienen apetito para consumir alimento o terminan por devolverlo.

Entran y salen parejas de jefes de enfermería de una habitación a otra, termina el turno nocturno y comienza la guardia matutina. Transcurre el día entre cambio de equipos de suero, reacomodo de sondas, visitas de tanatólogos y rechinidos de llantas en los oxidados trípodes de suero a quienes se les da la indicación de caminar, aunque no se les permita ir más allá de la zona de oncología.

Es fácil distinguir quiénes están en recuperación postratamiento y quiénes siguen con químicos en sus venas: si el contenedor es negro sólo significa quimioterapia. Como si un solo tratamiento no resultara lo suficientemente corrosivo y agotador, algunos pacientes campechanean quimios y radioterapias, y no en dosis bajas. Son bombas y los cuerpos receptores, por supuesto, verdaderas zonas de guerra en donde se mantienen una lucha incesante.

Las marcas de guerra son obvias y duele el alma verlas. Hay quienes se han resignado a ellas, otros las portan con orgullo: las cabezas desnudas y desprotegidas del frío son muestra de lo que sus portadores han tenido que superar, soportar, sufrir. Porque la ligereza del cabello perdido se empieza a notar y sentir hasta pasadas las diez sesiones de radios y/o quimios. El lugar en donde alguna vez hubo esa codiciada fibra ahora es ocupado por un gorro tejido de estambre o por alguna mascada, y eso para mantener calientes las orejas y la cabeza, no por vanidad, a estas alturas eso es lo que menos importa.

A veces la monotonía del gris y el blanco es rota por los integrantes de Risoterapia que suelen visitar principalmente a niños y a pacientes adultos que piden su presencia. Llegan con batas de adornos brillantes, narices rojas, gafas coloridas e inusualmente grandes, peinados graciosos y siempre con una sonrisa. En este lugar este tipo de visitas son las cosas que pueden regresar un poco de vitalidad y esperanza.

Hoy es uno de esos días en que están de visita y la tía Martha pide verlos, Se dirigen a la cama 34-03 y en menos de un minuto ya están cuatro doctoras y un doctor de la risa en el quicio de la puerta con una sonrisa discreta que se contagia. En cuanto los ve Martha se emociona, se le ilumina el rostro y sonríe. Bromea con ellos durante unos minutos y hasta se permite un par de carcajadas. Es la primera vez en semanas que está de tan buen ánimo, generalmente sólo quiere dormir y verla de humor regresa la esperanza de Tere y, por qué no, refuerza su fe.

En unos días se irán a casa, a Martha la darán de alta con cita abierta por si se vuelve a sentir mal antes de su próxima consulta. Se van pero saben que sólo para regresar. La esperanza es quizás lo que más abunda o falta.

Las estancias suelen ser largas y cuando alguna cama se desocupa no es porque el paciente haya obtenido la salud que tanto esperó y por la que tanto luchó. Muchos ni siquiera llegan a la mitad de su tratamiento.

Hay ángeles que no tienen alas. Hay guerreros que se quedaron sin escudos, sin armas, sin vida. Y les salen alas.

 

Imagen de: Archivo Google

Victor Manuel García Santiago

Periodista y catedrático UNAM. Amante del cine, música, escribir, leer y enseñar. Apasionado por los medios. Amo a mi familia y Bronco de Denver de Corazón. 

Twitter @Vikusan 

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