La explosión de una pipa de gas ocurrida hace unas semanas en el hospital materno infantil de Cuajimalpa no sólo dejó una estela de destrucción y decenas de víctimas, también creó momentáneamente   —como con tragedias anteriores—una cultura de prevención, pero también de cierta psicosis entre la gente.

Es razonable el miedo que ocasiona una noticia como ésa, pues recordemos lo acontecido en 1984, con la explosión de una planta de Pemex en San Juanico, o en 2013, cuando una pipa se volcó hacia el caserío aledaño a la autopista México-Pachuca. El riesgo es latente y aunque se tomen medidas preventivas que jamás estarán de sobra, el inherente al manejo de combustibles y al progreso de la sociedad. Otro suceso que crea inseguridad es el continuo ordeñamiento de ductos, que no cualquier cristiano puede hacer, ya que se necesita conocer dónde se hallan, además de herramienta especial, equipo y especificaciones técnicas indispensables para realizarlos, pero ése es otro tema.

Hacia la segunda mitad del siglo XX era común en las grandes ciudades de México el uso de anafres para calentar la comida y echar las clásicas tortillas (no había tortilladoras como ahora), así como el de estufas de petróleo, cuyo auge fue inversamente proporcional al del precio del hidrocarburo a nivel mundial y desaparecieron para ser piezas de museo.  Los braseros aún son usados para calentar las casas y se sabe que por la falta de ventilación terminan por cobrar víctimas entre las familias.

En esa época también hubo incendios en expendios de petróleo, así como en casas que por descuido llegaron a tirar el minúsculo tanque de vidrio que almacenaba el combustible. Hacia la década de los setenta se introdujo en las zonas urbanas el tanque de gas portátil y estacionario, pero la irresponsabilidad de las compañías también ha originado accidentes y es común las quejas de los usuarios por los cilindros en mal estado, con contenido incompleto y a eso se le agrega un precio desmesurado en los últimos años.

Llegó el gas natural y las empresas que proporcionan el servicio tuvieron que abrir calles para instalar su infraestructura. Entonces,  los gaseros que surten el servicio atacaron a su competencia con acusaciones que iban desde el alto costo hasta el enorme riesgo que representa el abasto subterráneo, pero no se dieron cuenta que también se mordían la lengua.

Vivir en una ciudad es de por sí riesgoso, nada más por la cantidad de lugares que surten combustible. ¿Cuántas veces hemos sabido de vecinos que se oponen a la apertura de nuevas gasolinerías? Pipas, estaciones abastecedoras de gas para el transporte público, gas natural, cilindros viejos y obsoletos además de una zona sísmica con enorme potencia telúrico son sólo algunos ingredientes que nos deben obligar a pensar en que debemos poner nuestras barbas a remojar y mejorar nuestras cultura de la prevención.

Como anécdota que nos da ejemplo de lo que pudiera ocurrir está  el gran terremoto de Kanto, en Japón en 1923, dejó millones de muertos, pero más por los incendios en la zona conurbada de Tokio, pues se usaban fogones y al registrarse casi a mediodía —tradicionalmente la hora de la comida en ese país— las casas de madera atizaron la catástrofe. A casi cien años de eso en México las autoridades no han tomado conciencia o ya de plano los ciudadanos tenemos que vivir acostumbrados al miedo  y con el riesgo bajo nuestros pies o en el vecindario, a final de cuentas son los costos de la modernidad y la comodidad.

Imagen de: .Vikusan
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